domingo, 27 de octubre de 2013

UNA HISTORIA CLÍNICA

Faltaba un mes para mi intervención quirúrgica. Era una cirugía simple y ambulatoria, una septoplastia con turbina, así es el nombre de este procedimiento. La consulta médica con la otorrinolaringóloga fue programada para un miércoles. Me acuerdo del día porque falté a clase de Lingüística en la Universidad y en la tarde tenía que estar en la emisora para el magazine informativo. Llevé la tomografía que me habían realizado en días pasados, y llegué al Hospital Central de la Policía. Esperé varios minutos hasta que me atendieran, mi actitud aparente era la de una persona afanada que quiere que la atiendan rápido, pero por dentro sentía un poco de alivio de pensar que si no me atienden, no me pueden programar una cirugía y me libro de ese sufrimiento.

Sentí un leve escalofrío cuando escuché que la puerta del consultorio 302 se abrió de repente y escuché a la doctora decir mi nombre fuertemente: ¡Diego Rubiano!, inmediatamente me puse de píe y me dirigí hacia su consultorio. Tenía una actitud fría pero amable, esa actitud que tiene cualquier paciente cuando su médico lo invita a tomar asiento. Ella era cálida y dicharachera y hacía el ambiente más ameno. Me pidió las tomografías, las revisó en menos de un minuto, las puso sobre el escritorio e ipso facto me preguntó: ¿programamos cirugía? Yo, sin musitar palabra alguna asentí con la cabeza. Los nervios me carcomían por dentro, pero al armarme de valor respondí: Si doctora ¿para cuándo sería? Miró su agenda y me dijo: para el 20 de junio está perfecto ¿puede? –si doctora, está bien. –entonces nos vemos ese día al medio día en el quirófano en el segundo piso.

Salí del consultorio de manera pensativa, ya contaba los días que faltaban para aquel 20 de junio. Tomé Transmilenio en la Estación CAN para llegar a la Universidad. Al llegar, llamé a una amiga, que también está en radio conmigo, para ubicar a mis compañeros, almorzar y cuadrar la nota informativa del magazine. Saqué mi almuerzo sin ánimos de comer y daba bocados a regañadientes, comí solo por el hecho de pensar que llegaría a casa hasta después de las siete de la noche.

Fue casi un mes pensando en ese día, pero hacía de tripas corazón y hacía como si nada, continuaba mi vida normalmente. Recuerdo que ese día antes de la intervención quirúrgica, yo tenía radio, estábamos en vacaciones y hacíamos el programa en el estudio grande de la universidad, donde se dan las clases de radio. Acabamos el programa y salí con algunos compañeros del programa. Paramos a tomar una cerveza aun siendo consciente que no podía tomar, mi única opción fue pedir una botella de agua con gas. Luego llegué a casa, alisté mi ropa del otro día, tenía hambre porque tenía que estar en ayunas doce horas antes de… me cepillé los dientes, escribí una entrada para mi blog, y me acosté. No pude dormir casi por el simple hecho de pensar que en unas cuantas horas tenía que estar en el quirófano.

¡Por fin llegó el día! Me levanté a las siete de la mañana y me alisté. Hacía todo lo posible por ocultar los nervios que me invadían y trataba de relajarme. Al hospital me acompañaron mis papás. Cogimos el taxi hasta allá, fue la carrera más rápida que había podido presenciar. Preciso ese día la ciudad estaba descongestionada, y se podía transitar perfectamente por la Avenida de las Américas, la Avenida 68 y la Calle 26. Llegamos con dos horas de antelación, dos horas que se me hicieron eternas estando sentado en una sala de espera viendo televisión sin volumen, algo que me estresaba en ese momento. Mis papás fueron a la cafetería del lugar a tomar café, yo los acompañé de puro masoquista porque no podía comer nada, y veía a todo el mundo pasando con sus tazas de café, sus hamburguesas…

Ya al medio día subí al segundo piso, al quirófano, donde llené una planilla. Me hicieron ingresar por una sala donde había varias personas con batas de color azul y en sillas de ruedas, canalizadas con suero. Me entregaron una de esas batas, ingresé al vestier y me quité la ropa. En el vestier había un letrero que decía algo así: “por favor quitarse toda la ropa, no se permite ingresar al quirófano con ropa interior”. Me cambié y les entregué la ropa a mis papás que se encontraban afuera. Me canalizaron con suero, me asignaron una silla de ruedas y me pusieron una cobija por encima. Me sentía mal, porque nunca me habían canalizado y nunca había estado en un hospital, y mucho menos en una silla de rueda. Mi primer susto fue cuando miré la manguera que tenía conectada y estaba llena de sangre, pero después pensé que era normal. Duré quince minutos ahí sentado, junto con personas que también iban a ser intervenidas. De repente vi entrar por la puerta a la doctora que me un mes atrás me había atendido en esa consulta médica. Saludó a las enfermeras y a sus colegas y preguntó: ¿Cuál es mi paciente? Una enfermera me señaló y la doctora fue hacia donde yo estaba. Me saludó, quitó los seguros de las ruedas de la silla y me llevó hasta una puerta que daba a un pasillo muy largo y ancho.

Cuando pasaba por ese pasillo veía muchas salas de intervención quirúrgica, de diferentes especialidades. Fue un recorrido largo, hasta que por fin llegamos a la sala de otorrinolaringología, que parecía una de esas salas de las clínicas que muestran en CSI. Me levanté de la silla, y procuraba hacerlo con cuidado para no maltratar mi mano con la aguja que tenía insertada. Me acosté y me arroparon. Me pusieron una lámpara en la cara, parecida a las de los consultorios odontológicos pero más incandescente. Pocos minutos después llegó una señora que me preguntó mi estado, como me sentía, y todas esas preguntas de rigor. Mientras hacía eso inyectaba líquidos en mi suero, hasta que de repente sentí que todo se movía y hasta ahí me acuerdo.

Cuando me desperté, estaba en una sala de recuperación, tenía conectado un monitor de cardio, unos parches en el pecho que nunca supe para que eran y la manguera del suero. Me sentía perdido, miraba a todos lados y solo se escuchaba el bip… bip… bip… del monitor, que empezó a tornarse desesperante después de un tiempo. Tenía mucha sed, inconscientemente respiraba por la boca, y cuando me di cuenta traté de respirar por la nariz y no podía. Toqué mis fosas nasales y lo único que sentía era el vendaje que tenía y alcanzaba a ver la gaza empapada de sangre, pero no sentía nada. Quería irme de ese lugar, me desesperaba. Al frente mío, en otra camilla,  había un señor que gritaba, gritaba desesperadamente pidiendo que lo dejaran morir, que no quería sentir más lo que estaba sintiendo, y escuché a una enfermera que decía: ¡más morfina!, ¡apliquen más morfina! En mi poca lucidez alcancé a decir: Dios mío, que eso nunca me vaya a tocar a mí. Al rato, ya más despierto, me dieron la salida, me sentaron una silla de ruedas hasta el vestier, y allí estaban mis papás esperándome con la ropa. Me vestí lentamente por la inestabilidad que aún tenía y porque aún no me habían quitado esa maldita manguera de suero que tanto me fastidiaba. Después de eso, una enfermera me quitó la aguja de la mano, yo creo que la extracción de esa aguja me dolió más que la misma cirugía.

Cogimos un taxi, y cuando llegamos a casa mi mamá me preparó la cama, me encendió la radio y me pasó el computador. Yo me sentía “bien” menos por el hecho de que casi no podía hablar. Cada media hora me cambiaban el vendaje que se empapaba de sangre. Me llevaron algo de comida ligera: caldo, fruta, gelatina, etc. Estando en esas me llamó Sonia, gran amiga, y en ese momento mi mamá estaba en la cocina y mi papá estaba recogiendo mis medicamentos, por lo que nadie pudo contestar la llamada. Lógicamente yo no podía contestar porque no podía hablar. Abrí Facebook y vi varios mensajes de personas preocupadas por cómo me había ido en la intervención, y eso me llenó mucho de felicidad.

La parte realmente dolorosa empezó esa misma noche, porque no podía dormir acostado porque me podía ahogar, me tocaba dormir sentado, cosa que no pude hacer. A las cuatro de la mañana empezaba a sentir el desespero de no poder respirar por la nariz y pensé varias veces en quitarme el vendaje y los tapones que sostenían mi tabique. Logre dormir un par de horas en esa posición. El otro día lo pasé también en cama, comía muy poco, trataba de cepillar mis dientes y no podía: ahí me di cuenta que durante la cirugía me desportillaron un diente. El desespero radicaba en que me faltaban cuatro días antes de que me quitaran el vendaje y los tapones. No dormí bien en esos días. Sentí la gloria cuando el martes siguiente, porque el lunes era festivo, fui a que me quitaran todo eso que tenía en la nariz. Aunque todavía no podía respirar, el alivio fue grande.

Me llené de tristeza al saber que mi equipo de programa en la emisora fue invitado en esos días a Boyacá a transmitir el programa y obviamente no pude ir, al igual que al magazine informativo. A los ocho días, y ya sintiéndome mejor, viajé al Tolima, aunque en realidad no estaba recuperado del todo. Tres semanas después y sintiéndome mejor, volví a la universidad a hacer radio. Ese día recuerdo que una persona muy especial me dijo que me extrañaba mucho, y cuando la vi, me dio un abrazo muy fuerte que nunca se me va a olvidar (Sonia, por si me lees ¿recuerdas?).

Diego Hernán Rubiano Devia

@DiegoRubianoD

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